El crimen es global. Como el mundo. Sus tentáculos traspasan fronteras, acorralan amplias zonas urbanas de las grandes ciudades, corrompen a las autoridades y las hacen sus socios, dominan territorios -mares, aire y caminos polvorosos-, penetran resortes empresariales, contaminan los Estados, de aquí y más allá, y se hacen, o fabrican, políticos. ¿Enseñó el camino el patrón Pablo Escobar? Quién sabe, lo cierto, es que ahora, en el rodaje aún temprano de este siglo XXI, de socialismo y otras zarandajas, el crimen, y sus autores, hasta huyen del escándalo y la figuración -son gentes que se dan su puesto- pero siguen siendo una amenaza, y cada vez mayor y más refinada, para las sociedades. Para el mundo, que es global, como el crimen.
Sobre esa temática de nunca acabar La Gran Aldea realizó el Foro Violencia urbana, miedo y control. Lo moderó con agudeza Adriana Núñez Rabascall y contó con periodistas e investigadores que le siguen el rastro, más visible, menos visible, al crimen organizado.
El brasileño Bruno Paes Manso, autor de La República de las milicias, de los escuadrones de la muerte a la era Bolsonaro. Paes Manso es un hombre formado: tiene una maestría en Ciencias Políticas por la Universidad de São Paulo, luego un doctorado también en Ciencias Políticas por la misma casa de estudios, y además es licenciado en economía y periodismo. La venezolana Ronna Rísquez, graduada en la Universidad Central de Venezuela, una periodista especializada en temas de violencia, crimen organizado, seguridad ciudadana y derechos humanos. Rísquez, que dirigió la sección de sucesos del diario El Nacional, publicó en Editorial Dahbar (al igual que Paes Manso), El Tren de Aragua, la megabanda que revolucionó el crimen organizado en América Latina. Un producto de exportación made in la Venezuela revolucionaria.
Problemas de conexión, de ultísima hora, -no todo es tan global-, impidieron la participación del periodista salvadoreño Oscar Martínez, jefe de redacción de El Faro, primer diario digital creado en América Latina. El pequeño El Salvador, del tamaño de nuestro estado Lara, gobernado por esa figura ambigua de Nayib Bukele, vive la guerra, una más, contra las cruelmente célebres pandillas Mara Salvatrucha-13, Barrio 18 Revolucionarios y Barrio 18 Sureños. Todo un cóctel.
Paes Manso excusándose por su portuñol se hizo entender perfectamente. “Tenemos en Brasil un serio problema de criminalidad. Empezamos como un gran mercado consumidor de cocaína y marihuana en Río de Janeiro y São Paulo y nos convertirnos en un gran corredor de exportación, con espacios de consumo muy fuertes en centros urbanos”. Brasil ocupa el segundo lugar -subcampeón, para decirlo en términos de futebol- en consumo de cocaína en todo el planeta, con un gran número de homicidios; y desde comienzos de siglo los presos empezaron a organizarse desde las prisiones y a profesionalizar el mercado de las drogas.
El gran país sudamericano es grande en todo. En sus cárceles hay 800 mil personas: la tercera cantidad más grande del mundo. Una ciudad tras barrotes. A partir de los teléfonos celulares -el ocio lleva también a la tecnología- los presos, sus cabecillas, controlan drogas, armas y territorios. “Las milicias son muy fuertes en Río de Janeiro, están formadas por policías que se pasaron a ganar dinero en el crimen (la ley, vaya contrasentido, de la oferta y la demanda)”. Los policías, que a su vez son milicianos, usan la carta blanca que les da representar el orden para matar. “Son muy activos en la actividad criminal. Más del 70% del territorio de Río está controlado por las bandas criminales”, reconoce Paes.
Este periodista brasileño dice que la situación se compara, como si fuera una metáfora, una metáfora de muerte, con la fase pre republicana de su país cuando el Estado aún no ejercía el legítimo control de la fuerza. Hay, pues, un Estado superpuesto sobre otro. Colonizado por otro, sin escrúpulos pero, como veremos más adelante, que controla sus modales y gana y mucho en eficiencia.
Ronna Rísquez habla de un asunto que domina, que escarba y del que da datos, cifras, y señala ramificaciones. “En Venezuela hay 50 grupos armados operando en el territorio nacional”, dice de partida. Y los identifica: los colectivos, especie de paramilitares que surgieron para la defensa de la revolución bolivariana pero que ahora se vinculan a actividades delictivas, extorsiones, contrabando, venta de drogas; los grupos colombianos, que Rísquez no sabe si llamar guerrillas, donde están las disidencias de las FARC, y también el ELN asociado a la Guardia Nacional; las megabandas como la del Tren de Aragua, la del Koky, que ya fue asesinado pero varios de sus miembros siguen operando en el oriente del país; y los pranes, que son estructuras que funcionan desde las prisiones.
“Un preso, dice Rísquez, controla el delito dentro y fuera de la prisión. También otro tipo de negocios que le generan rentas en el país y fuera del país”. Presos que no se regeneran pero progresan. El Tren de Aragua es de las megabandas, la number one. Su fortaleza es que está liderada desde de una cárcel. La periodista advierte que en este mundo diverso del crimen coexisten además autodefensas campesinas, en Lara, en el corazón del país, particularmente, y también pequeñas pandillas en varias ciudades, de menor impacto pero que dejan sentir su accionar. Y algo más: la presencia de los carteles de Sinaloa y Nueva Generación, que supervisan sus negocios. El ojo del amo engorda su caballo.
Pero, ¿dónde operan?, ¿cuáles son las áreas más rentables?, ¿los rubros más lucrativos? La periodista venezolana señala que la mayor actividad se concentra en las zonas fronterizas y en las mineras. “Las actividades que generan más rentas son la minería ilegal, las drogas, la trata de migrantes para la esclavitud y la prostitución”, dice Rísquez. El negocio va de un lado a otro: en Sucre, con salida hacia Trinidad y Tobago; en Táchira, Zulia y Apure, con Colombia más arriba y más abajo; en el inmenso y rico y hasta hace poco virgen estado Bolívar, lamiendo los bordes de Brasil. Y también, ya sin ser áreas fronterizas, en ciudades de Carabobo, Aragua, Miranda, Yaracuy, Trujillo y el Distrito Capital.
Más delito, menos homicidios
Tanto Paes Manso como Rísquez consignan otro dato común: en los últimos años en Brasil y en Venezuela hay un descenso de la tasa de homicidios, aún elevada pero menor.
Durante un período reciente de cinco o seis años en Venezuela lo característico fueron las denominadas ejecuciones extrajudiciales. Hasta 20 mil, señala la periodista venezolana, una cifra que se dice rápido pero es escalofriante. Muertes a manos de las autoridades en trámites expeditos, sin papeleo de por medio. Las víctimas fueron mayormente hombres de zonas populares que cayeron en una política siniestra de combate al crimen. “Sin órdenes de captura o allanamiento, un práctica terrible de exterminio, sin que ningún organismo del Estado interviniera o dijera algo”. Los informes de la Alta Comisionada de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, registraron el fenómeno al igual que la Misión internacional independiente de determinación de los hechos y eso llevó a una reducción de las ejecuciones aunque continúan ocurriendo.
“Esas prácticas se han traslado a zonas rurales en el interior del país, donde hay pocos medios de comunicación o simplemente no existen, no hay nadie que cubra esos sucesos y la desinformación es absoluta y puede que las violaciones de los Derechos Humanos sean aún peores: no hay nombres de víctimas pero las familias siguen denunciando”, abunda Rísquez, quien menciona la Operación Trueno que se ha ejecutado -ese es el verbo- en varias zonas del país. “Las actuaciones de los cuerpos de seguridad arrasan, sacan a las personas de sus casas y las asesinan. Hablan de enfrentamientos pero no hay constancia de ellos”.
En Brasil hay una cultura arraigada por años de violencia policial. Reviste la apariencia del orden. Produce obediencia, genera la idea de algo positivo. Con la llegada al poder de Jair Bolsonaro -en el otro espectro del color político, rojito, que pinta Venezuela- se instaló el discurso de “la guerra al crimen”. Paes Manso afirma que Bolsonaro fue un producto político de esa cultura y el mandatario dio amplio acceso a la población a las armas. Hay un millón más de armas en las calles pero, a pesar de eso, como ocurrió en Venezuela, la tasa de homicidios bajó de 75 mil a 44 mil. “El crimen, en paralelo, se profesionalizó, organizaron mejor la gestión de sus negocios: ahora es una mafia que impacta la economía informal y la formal. Es una situación aún más compleja”, subraya el investigador brasileño.
En Río Janeiro –a cidade maravilhosa– hay una sensación de seguridad, que no se extiende más allá del 2% de la superficie del centro urbano. “Hay más policías, hay esa sensación de seguridad, pero hay operaciones, tragedias, tiroteos, la población se siente vulnerable, como en Caracas, en el día a día. Hay que soportar y superar la violencia cotidiana. El miedo”.
Los negocios y el Estado
El delito cambia de piel. El ropaje sigue siendo el mismo en esencia pero se refina, abre otros escenarios, los modos son otros: las ganancias mayores, pasa en Brasil, pasa en Venezuela. Los Estados se achican, se penetran. Se vuelven hasta útiles.
En Brasil las cárceles alojaban 90 mil reclusos unas décadas atrás, ahora son ocho o nueve veces más. Un ejército en apariencia contenido, en la práctica una maquinaria engrasada y en servicio activo. Los presos tienen la autogestión, dice Paes Manso; los presidios son locales para hacer negocios -una suerte de coworking, bajo protección del Estado, que ironía-. “Hay una gran capacidad de comunicación, una organización muy profesional: la intención de los presos, de los jefes, es que no haya escándalos. Una mayor atención conspira contra el negocio. Hay situaciones complicadas pero sin shows, eso sería excepcional”, asienta Paes Manso. Nada de esas discotecas y coliseos de los que se ha sabido en la Venezuela carcelaria.
El Tren de Aragua, la megabanda que Ronna Rísquez ha registrado con desvelo, también es un modelo de negocios, no un negocio modelo, ojo. Que opera según los requerimientos del mercado y que deja su huella aguas abajo: de Venezuela con Colombia, de Colombia con Ecuador, después a Perú y de ahí a Chile. Tienen células que se encargan, por ejemplo, de controlar el paso de los migrantes, a veces actúan como coyotes, son agencias de viajes, son alcabalas que solo se cruzan previo pago. Un viajecito con destino a Estados Unidos puede tasarse a 4.500 dólares. Y siempre hay demandantes.
A la vez, el crimen organizado desde Venezuela, con miras de exportación, ha seguido esa ruta brasileña anotada por Paes Manso, de profesionalizarse e invadir áreas que, en principio, no parecen ilícitas: por ejemplo, la comercialización de alimentos o la venta de chatarra. “No se sabe de dónde proviene la chatarra ni cómo la obtienen, igual que con la comida, pero son activos comercializadores en esos campos donde se mezclan funcionarios gubernamentales y sectores empresariales”, explica.
La gran pregunta es si el crimen organizado se devorará al Estado o si este será capaz de crear, ejecutar y supervisar políticas públicas que cerquen los negocios ilegales y metan al crimen organizado no entre rejas, sino en camisas de fuerza hasta su extinción o, al menos, hasta su notoria reducción en la vida social, pública y económica.
Es una tarea inmensa. Un desafío muy grande dice el periodista e investigador brasileño, preparado para entender los retos políticos de semejante recomposición. “Es un negocio muy lucrativo, de millones y millones de dólares, una gran economía. El Estado tiene que hacer una reglamentación de las ventas de la ilegalidad y retomar el gobierno. Las bandas tienen cada vez más poder, más dinero, más influencia política. El Estado tiene que encontrar formas de atacar económicamente estos grupos, saber quiénes son, comprender el funcionamiento de la industria, para controlar sus finanzas, su dinero. Es un trabajo estratégico. Lo ilegal hace el negocio muy lucrativo, hay que reglamentar”. Y repite Paes Manso: “es muy complicado”.
Ronna Rísquez sabe que las raíces del crimen son muy profundas. Se dejaron crecer, se formalizaron, penetraron todo o casi todo. Entiende también que las soluciones son sencillas y repetitivas. Y requieren voluntad política y ciudadana. Se refiere a las políticas de inserción que ofrezcan a los jóvenes oportunidades de educación, de trabajo, de entretenimiento.
“Eso no existe en Venezuela. Muchos jóvenes están siendo reclutados por organizaciones criminales y los usan dentro de esas estructuras de explotación sexual o esclavitud, organizadas por las disidencias de las FARC y el ELN. Cada vez hay más presencia de venezolanos en organizaciones internacionales del crimen. La compleja situación humanitaria de Venezuela ofrece pocas opciones a los sectores populares. Hay alguna mejora pero sigue la exclusión, la falta de oportunidades, un escenario para que los grupos armados capten a nuestros jóvenes”.
Rísquez plantea lo que desde tantos ámbitos se reclama en Venezuela: adecentar la justicia, reformar y depurar los cuerpos de seguridad ciudadana, acabar con la militarización de numerosas dependencias públicas y no como se acaba de designar una funcionaria militar para dirigir el Ministerio del Servicio Penitenciario, sin que se sepan sus competencias. “Los presos, además, están olvidados por el Estado y la sociedad. Sin un abordaje integral, no habrá soluciones”, remata la periodista venezolana en el Foro de La Gran Aldea: una mirada a la violencia, al miedo, al control urbano. Al crimen como un fenómeno que rodea y cerca la vida cotidiana.