En octubre de 1974, cuando la mayoría de los venezolanos de hoy no habían nacido, se produjo un gran evento deportivo mundial. Muhammad Ali se enfrentó en Zaire a George Foreman por el título mundial de los pesos pesados. Era un acto de justicia, pero salvo los muy fanáticos de Ali, la opinión casi unánime era que aquello no sería una pelea sino una masacre. Los más amigos de Ali le rogaban que no se subiera en el ring contra aquel monstruo, temían por su vida. Le llevaba ventaja en todo, edad, estatura, peso, alcance y pegada, en términos objetivos no tenía la menor opción de ganar.
El resultado, sin embargo, sorprendió al mundo entero: Ali noqueó a Foreman y casi lo retira del boxeo. Años después, el propio Foreman declaró: “Yo estaba convencido de que iba a derrotarlo fácilmente, algo así como pasó con Frazier, era una pelea muy dispareja. Mis entrenadores, la prensa, el público en general estaban seguros de que iba a noquearlo. En realidad, en todo el planeta había una sola persona que creía lo contrario, que podía vencerme, y esa era precisamente Muhammad Ali”.
La anécdota viene al caso porque la situación en las elecciones de 2024 en Venezuela es similar: una oposición tipo David contra un gobierno que juega el papel de Goliat. Un Goliat muy debilitado por sus vicios, falta de apoyo popular y la ausencia de principios éticos que guíen su acción, pero que está convencido de que no se necesita mucha fuerza para pelar una mandarina. Y eso sería la oposición, una mandarina, si no hace lo que hay que hacer y le presenta un David armado de una buena honda, una alforja de piedras y absolutamente convencido de que puede derrotar al gigante de músculos pinchados por esteroides.
El candidato opositor debe estar convencido no solo de que es posible derrotar a Nicolás Maduro, sino además cobrar su triunfo y ser, luego, como el David, bíblico, un político hábil que pueda conducir una transición tanto o más difícil. Eso solo es posible si se forja desde ahora, antes de llegar a las primarias, una alianza, apoyada en un programa político y con un discurso creíble y realizable a los ojos de tantos venezolanos descreídos. Solo así se puede ganar, cobrar y gobernar bien.
Desde hace varias semanas he venido publicando notas sobre los candidatos aspirantes a representar a la oposición (Manuel Rosales, María Corina Machado, Henrique Capriles y Juan Guaidó, hasta ahora). Me he empeñado en resaltar las virtudes y fortalezas de cada uno, mantenido en volumen cero las críticas negativas a todos aplicables (creo que destacar lo que nos une es, en este momento, más importante que lo que nos separa). Es un cuadro que se mueve y se va a mover. Guaidó, por ejemplo, ya no está en el país y muy probablemente no pueda ser candidato. Voluntad Popular ha insistido en que irá con candidato propio, ya veremos.
Igual, la lista no está completa, y celebro que la foto de los precandidatos se mueva. Por eso escribiré sobre una candidatura que ha venido construyéndose alrededor de un tema del que, hasta hace relativamente poco tiempo, muchos opositores no querían siquiera oír hablar: el voto, su necesidad y la defensa de su poder como herramienta de cambio político. Es la de Andrés Caleca, quien ya está en campaña y es visto como candidato, aunque aún no se ha presentado de manera oficial.
La suya ha sido una campaña discreta, de hormiga, en solitario, quijotesca (quien haya participado en alguna como esa, sabe cuán duro es reunir ánimo para hacerlas). Como un ciudadano común, ha estado realizando una campaña por el voto que ha contribuido a que cada vez sean más los opositores que creen en el sufragio y que las primarias sean una probabilidad sólida. Ya no se discute si se hacen o no. El debate está centrado sobre cuándo y cómo.
Andrés Caleca tiene la desventaja de carecer del volumen de apoyos que tienen otros candidatos, con más tiempo y recorrido en la pista electoral, pero cuenta con grandes fortalezas. La primera de ellas: una credibilidad envidiable. La razón tal vez sea no ser percibido como un espontáneo que salió a buscar un discurso ni un veterano que repite lo mismo de elecciones anteriores. El discurso de Caleca no apareció por haberse convertido en candidato. Es al revés. Es candidato porque cree en las cosas que ha venido diciendo, y escuchando de otros venezolanos, en cientos de reuniones y encuentros con gente que sufre y padece la dictadura y nuestros errores. De esa interacción han emanado sus propuestas y la disposición de materializarlas.
Tiene otras ventajas. Aunque no ha sido un político de los que han estado en la arena en los últimos veinte años, pertenece a la política y conoce bien el oficio. Tiene entre sus cartas, además, el hecho de que su nivel de rechazo tiende a cero. Formó parte del equipo de gerentes de Leopoldo Sucre Figarella y presidió el CNE en 1998. Le tocó lidiar con el río crecido del chavismo y no se lo llevó la corriente. Tiene las herramientas para cumplir con su mantra: organizarse y prepararse, ganarle a Maduro, cobrar y gobernar bien. Finalmente, aunque no es una cara nueva en el escenario público, la de “nono” italiano que ahora tiene puede presentarla sin temores y con orgullo.