En la aldea
03 diciembre 2024

Liberación en Chile y secuestro en Montevideo: cuando Venezuela protegía presos políticos

Sin pistas sobre el paradero del teniente Ronald Ojeda, raptado en Chile, y con la hipótesis de una oscura operación del régimen, la memoria hurga en el pasado democrático del país: los casos de los prisioneros políticos Orlando Letelier y Elena Quinteros que conmocionaron América Latina.

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Javier Conde | 27 febrero 2024

Uno fue asesinado y ella desaparecida para siempre. Los casos de Orlando Letelier, Canciller y ministro de la Defensa de Salvador Allende, y de la maestra uruguaya Elena Quinteros, conmocionaron a América Latina y al mundo. ¿A quién se le ocurre poner una bomba en la capital del imperio, Washington, para volar por los aires a Letelier y su asistente? ¿Cómo se arranca a la fuerza a una mujer indefensa del territorio soberano de la embajada venezolana en Montevideo y más nunca vuelve a ver la luz del día? Un par de años separa un hecho del otro en la turbulenta década de los setenta. Venezuela era una isla democrática en un mar de tiburones militares. Su voz -en un caso y en el otro- sonó recia e inequívoca muy por encima de las distancias ideológicas con las víctimas.

Ahora Venezuela es la victimaria. O se sospecha que lo es, en el reciente caso del teniente retirado Ronald Ojeda, secuestrado en Chile donde tenía estatus de refugiado político. El gobierno chileno solo ha podido establecer hipótesis, sin desechar ninguna: una operación de la inteligencia venezolana; un autosecuestro; un ajuste de cuentas por parte del crimen organizado, son las líneas investigativas del Ministerio Público, según esta nota del diario austral La Tercera. El gobierno de Gabriel Boric, a partir de las evidencias que recabe, es el que puede actuar. Lo que está claro hasta ahora para detectives, fiscales, policías y ministros es que fue una operación planificada con tiempo, analizada en todas sus partes y ejecutada casi a la perfección. La Venezuela democrática, la del pasado, dio pruebas de gallardía.

Una misión personal

A mediados de 1974 Diego Arria era el gobernador de Caracas. A todos los gobernadores los designaba el Presidente. El de la capital tenía un peso relevante. En septiembre del año anterior había ocurrido el golpe militar en Chile que puso fin al gobierno de Salvador Allende, y condujo a su suicidio en el fragor del imprevisto y brutal bombardeo sobre el Palacio de La Moneda. Casi todos sus ministros cayeron presos, incluido Orlando Letelier. 

“¿Por qué un venezolano va a ver a un dictador como Augusto Pinochet para pedirle que libere a un preso socialista, no siendo el venezolano socialista?”, se pregunta Arria a la distancia de medio siglo, al recordar la historia que condujo a la libertad de Letelier. La respuesta es una vieja y entrañable amistad entre ambos que comenzó a forjarse mucho antes de aquel año de 1974. Letelier había venido a Caracas a entrevistar a los dos primeros venezolanos – Antonio Casas González, expresidente del Banco Central de Venezuela, y a Arria- que ingresarían al Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en Washington. El venezolano pasaría allí siete años y las familias de ambos se harían asiduas, al punto de que Letelier fue padrino de Carolina, la hija de Arria.

La tragedia chilena de septiembre de 1973 solo hizo más fuerte ese vínculo. Isabel Morel, la esposa de Letelier, le enviaba notas a Arria para que interviniera en ayuda de su amigo encarcelado. Arria le respondía que él lo haría encantado pero entre el gobierno venezolano de Carlos Andrés Pérez y el del dictador chileno las relaciones eran inexistentes y hasta hostiles. “Pero un día me dije que aquello era un compromiso personal y me fui a hablar con el Presidente. Le expliqué la particular relación personal que me unía a Letelier, que sus padres y esposa me escribían con frecuencia y que estaba dispuesto a renunciar (a la gobernación) para realizar una gestión”. Pérez lo escuchó pero sin decidir nada y poniendo sobre la mesa los riesgos que desaconsejaban la iniciativa

Sin embargo, a los dos días llamó a Arria y autorizó el viaje a Chile con tres condiciones: no usar un avión venezolano, no recurrir a la embajada ni al embajador local y mantener la misión en absoluta discreción sin comprometer al gobierno venezolano. 

Arria se puso en la tarea. Se reunió con el embajador chileno en Caracas -un general de Carabineros- al que explicó los motivos personales que animaban su iniciativa que no tenía carácter oficial, que él no era socialista, sino lo contrario, y que  quería una reunión con Augusto Pinochet para plantearle su petición por Letelier. El diplomático comprendió las razones y de dijo: “Al general le va a encantar conocerlo”.

La respuesta de Santiago de Chile fue rápida y positiva: Pinochet lo recibiría el viernes a las 10 de la mañana. Era mitad de semana y Arria consiguió que un amigo le prestara su avión para llegar hasta Bogotá donde enlazó con un vuelo de Air France y el jueves en la noche estaba en la capital chilena. Se alojó en el hotel Carrera, donde lo aguardaba la familia de Letelier, sus padres, la esposa y sus dos hijos, emocionados con su llegada  porque todo se iba a solucionar.  “No pude dormir esa noche pensando que esa gente estaba poniendo sus ilusiones en algo que yo sabía que era muy difícil”, cuenta Arria desde Madrid.

Antes de las 10 de la mañana del día siguiente acudió a la cita con Pinochet en la sede de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, pues el Palacio de La Moneda aún era escombros. Le sorprendió que el lugar apenas estaba custodiado por un marino. Entró, subió al piso donde lo esperaba el dictador, lo recibió el canciller Patricio Carvajal y en unos minutos apareció Pinochet. “Don Diego, porque su presidente cada vez que habla me está atacando”, le soltó de saludo el dictador militar. 

Aquello comenzaba mal pero Arria se aferró al carácter personal de su gestión para evitar el careo político. “Solo le dije que Letelier apenas había estado unos meses como ministro de Defensa (del 23 de agosto al fatídico 11 de septiembre  de 1973) y me respondió ‘hay gente que en poco tiempo hace harto daño’”. Aunque el cariz del encuentro hacía presagiar lo peor, en un momento Pinochet, dirigiéndose a su ministro Carvajal, dio una orden: “Entréguele Letelier a Don Diego”. Tarde en la noche de aquel día un coronel de la marina llevó al exministro de Allende a la sede la embajada de Venezuela. Arria firmó un documento conforme lo recibía en buenas condiciones de salud.

A la mañana siguiente partieron para Venezuela. Arria ubicó a Letelier como su asesor en el Centro Simón Bolívar y seis meses después de su liberación se fue a Washington con su familia. Se incorporó al Institute for Policy Studies (IPS), desde donde desarrolló una prolífica actividad como conferencista, analista y férreo y reconocido opositor al régimen chileno. 

El 21 de septiembre de 1976 -pocos días después del tercer aniversario del golpe chileno- una bomba activada a control remoto voló el auto en el que se desplazaba por la avenida Massachusetts de la capital estadounidense, casi enfrente de la embajada chilena, matando a Letelier y su asistente, Ronni Moffitt, e hiriendo al esposo de ésta, Michael Moffitt. Un suceso que concitó el repudio mundial aún en época de la “guerra fría”.

Los restos del político chileno fueron trasladados a Caracas y sepultados en el cementerio de La Guairita. Con el regreso de la democracia a Chile, en el gobierno de Patricio Aylwin, Letelier pudo descansar en su patria. Arria fue autorizado por el presidente Pérez para organizar un funeral en el Palacio Municipal al que asistieron casi todos los ministros. Representantes de los tres poderes hicieron guardia al lado del féretro del político chileno. “Fue una clara muestra de solidaridad con Chile y de repudio total al régimen de Pinochet”, recuerda Arria.

Cuarenta años después, en 2015, documentos desclasificados de Estados Unidos demostraron la implicación de Pinochet y la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) en el asesinato de Letelier. A Arria, en su tiempo, lo acusaron de comunista por sacar a un comunista de la cárcel, lógica de la “guerra fría” que sobrevive. El presidente Eduardo Frei lo condecoró en noviembre de 1996 con la mayor orden a un civil: la gran cruz de O´Higgins.

Secuestro en la embajada

El 28 de junio de 1976 Elena Cándida Quinteros Almeida de Díaz, una maestra uruguaya de 30 años de edad, penetró en la embajada venezolana de Uruguay, custodiada por fuerzas oficiales, saltando el muro de la casa vecina. “Entonces un oficial de policía a quien denominaban Cacho (Rubén Bronzini) entró por la puerta y agarrando a la señora por el cabello la sacó rápidamente auxiliado por otros oficiales, todos la metieron en un automóvil y juntos se la llevaron tres cuadras más abajo, cerca de la estatua del General Rivera, donde la cambiaron a otro vehículo mayor. El Consejero (Frank) Becerra y el Secretario (Carlos) Baptista se aproximaron al grupo, antes de que arrancaran el auto y trataron de ayudar a la infeliz mujer, pero estuvieron a punto de ser atropellados”, cuenta el embajador Julio Ramos, en el libro que recoge sus memorias políticas y diplomáticas “De la dictadura de Zorrotigre a la caminocracia de Carlos Andrés”, editado en 1981.

Elena Quinteros -la parda, la llamaban- era una militante revolucionaria desde su juventud. El proceso democrático uruguayo, la Suiza de América, la llamaban, se interrumpió bruscamente en 1973 cuando el presidente electo por los votos dos años antes, Juan María Bordaberry, disolvió el parlamento e impuso un Consejo de Estado con las fuerzas armadas. “Estaba integrado por veinte altos oficiales del Ejército y veinticinco civiles en absoluto subordinados a las espadas”, consigna Ramos en sus memorias, en las que recuerda aquel Montevideo custodiado día y noche por carros blindados con soldados armados de ametralladoras “en plena paz, como si se estuviese en un estado de guerra”.

La joven maestra uruguaya -que el libro Secuestro en la embajada, de Raúl Olivera y Sara Méndez describe como “muy alegre, testaruda y fumadora empedernida”- había caído presa en varias oportunidades desde 1967 en adelante. La definitiva fue el 26 de junio de 1976. Era dirigente del Partido de la Victoria del Pueblo (PVP) que había contribuido a formar junto con su marido, José Félix Díaz Berdayes, el año anterior, juntos eran responsables de un plan de agitación y propaganda. 

Elena había contado, aunque sin detalles, que en caso de caer presa tenía un plan para escapar. El 27 de junio debía asistir a un encuentro marcado con un contacto y no apareció en el lugar indicado, ni tampoco en un segundo sitio por si fallaba el primero. Ya estaba presa. Hay testimonios de que Elena fue vista en un batallón de infantería donde pasó, al menos, dos días detenida, sentada en una silla con los ojos vendados sin agresión física visible. Y entonces puso en marcha su plan.

La maestra confesó a sus captores que tenía un encuentro con Díaz Berdayes – a quien en verdad querían los militares- en el Bulevar Artigas, amplia vía muy transitada en la capital uruguaya, y estaba dispuesta a entregarlo a cambio de su libertad. “Parda, en esto se te va la vida”, la amenazaron y diseñaron el operativo para capturar a su marido.

Dos hombres y una mujer trasladarían a Elena al lugar en un Volkswagen verde, apoyado por otros vehículos particulares que rondarían la zona y uno militar. Cerca del lugar de “contacto” deambularían integrantes de los servicios de seguridad  vestidos de civil. A las 10:20 de la mañana del 28 de junio los autos del operativo militar se aproximan al bulevar y hacen salir a Elena para que camine en dirección al lugar del encuentro. El auto la sigue y una pareja de hombres camina unos metros detrás de ella. La maestra lleva puestos los zapatos de goma que había decidido usar siempre para correr más rápido. 

Recorre cuadra y media, pasa frente a la embajada paraguaya con varios policías apostados en su entrada. Conoce el lugar porque vive cerca, es lógico suponer que frente a la muy cercana sede diplomática venezolana la situación será similar. No debió pensar más, lo tenía planificado. Echa a correr, entra por la casa que es lindera de la embajada, salta el muro y está en territorio de Venezuela, grita pidiendo ayuda, asilo. La tercera secretaria de la embajada, la señora Pisani, oye los gritos y corre al balcón, alerta al resto de los funcionarios.

Cuando Elena se recupera del salto y piensa en correr hacia la casa de la embajada, el hombre que la persigue la derriba de un golpe. Becerra y Baptista ya están el jardín, mientras desde el balcón de la sede diplomática observan otros asilados uruguayos e identifican a reconocidos torturadores: Cacho Bronzini, el oficial Albert, el comisario Márquez. Hay un forcejeo entre los funcionarios diplomáticos y los asaltantes, quienes toman a Elena por el pelo y otros por piernas y brazos y logran meterla en el Volkswagen que esperaba con el motor en marcha. Uno de lo secuestradores golpea a Becerra, el auto avanza con una puerta abierta y las piernas de Elena colgando. Los guardias de la sedes de Paraguay y el Vaticano contemplan todo sin moverse. El Volkswagen se escapa comiéndose la flecha del bulevar. En el lugar de los hechos queda un zapato de Elena. Su marido sería apresado el mes siguiente en Buenos Aires.

“Yo presenté enérgica protesta verbal ante la Cancillería el día del atropello y al siguiente la ratifiqué por escrito, solicitando se entregase la maestra de escuela Quinteros de Díaz a nuestra embajada”, cuenta Ramos, diplomático experimentado.

El gobierno negó cualquier implicación. Ramos, tras una indagación privada, replicó con la matrícula del Volkswagen y los nombres de los implicados. “Se negaron de plano a admitir cualquier prueba (…) alegué que si llevaban al Cacho a mi embajada, descubriríamos al auténtico toro policial”, insistió el representante venezolano.

“Se hicieron los sordos ante mi solicitud”, concluye Ramos. Se acercaba el 5 de julio y la embajada no celebró la fecha. El embajador habló ese día con el presidente Carlos Andrés Pérez, quien le manifestó que, reunido con el gabinete, decidió romper las relaciones con Uruguay. “Entonces el canciller uruguayo Juan Carlos Blanco creyendo, tal vez, que yo mentía, consistió en echárselas de un Metternich  o en un Maquiavelo de guardarropía y redactar enseguida una absurda nota declarándonos personas no gratas al Consejero Becerra y a mí, concediéndonos 72 horas para abandonar el país”.

Elena Quinteros sigue desaparecida. Díaz Berdayes fue liberado en diciembre. Se sospecha que se convirtió en un delator. Residía en algún lugar de España hasta hace poco. Las relaciones con Uruguay se restablecieron con la recuperación de la democracia en ese país, a mediados de los años 80.

La Tota

Carmen Almeida de Quinteros -la Tota, la llamaban- recorrió el mundo reclamando la libertad de su hija. Estuvo varias veces en Venezuela. La lápida en su tumba resume su incansable lucha: “Supo encender el amor. Supo vencer el miedo. Supo enfrentar el dolor y, lo más importante, nos hizo creer en la esperanza”.

Fuentes:

De la dictadura de Zorrotigre a la caminocracia de Carlos Andrés, del embajador Julio Ramos.

Secuestro en la embajada, de Raúl Olivera y Sara Méndez.

Entrevista personal con Raúl Olivera.

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