En la aldea
08 diciembre 2024

La estatua de María Lionza (1951) fue creada por el escultor venezolano Alejandro Colina (1901-1976).

La mudanza de una estatua y la destrucción de la República

“Para sustraer la estatua de María Lionza de su depósito en la Ciudad Universitaria, unos funcionarios falsificaron un informe de la Facultad de Ingeniería que justificaba el despropósito, y después los voceros del régimen anunciaron que se la llevaban para protegerla de un deterioro material que no existía”.

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Elías Pino Iturrieta | 09 octubre 2022

He afirmado en diferentes espacios que el problema fundamental de la sociedad venezolana de nuestros días consiste en la desaparición de la República. La falta de libertad y de democracia es el resultado del derrumbe de la República, que es el domicilio que las sostiene y vigoriza a través del tiempo, he insistido. Tal vez sea una explicación que necesite evidencias realmente indiscutibles o visibles debido a que, desde el punto de vista formal, elementos como el mantenimiento de la denominación del gobierno y de una fachada en la cual todavía prevalecen unos rituales cívicos que provienen del siglo XIX, sin cabezas coronadas ni aristocracias de sangre azul, ocultan la gravedad del desmantelamiento. Un suceso como la sustracción de la célebre estatua de María Lionza del lugar de la Ciudad Universitaria que la guardaba, puede apoyar ese argumento que todavía necesita seguidores. Ojalá sea de ayuda.

Como se sabe, hace unos cuatro días, un grupo mandado por el régimen y dependiente  de sus altos personeros sacó de un galpón de la Ciudad Universitaria de Caracas una conocida escultura, realizada por un destacado artista nacional, que representa a la  popular figura de María Lionza, objeto de culto por amplios sectores de la población que la veneran y festejan. Su autor se inspiró  en una imagen habitual en los altares populares, especialmente en las aras más humildes, y la ofreció como posibilidad de ornato para los espacios que se estrenaban  como  sede del alma mater. Los planificadores de la fábrica  que pretendía ser excepcional rechazaron la idea de ubicarla dentro del campus, una decisión que no solo se amparó en criterios profesionales y estéticos sino también en los fundamentos de la autonomía universitaria. Ante la decisión, la presidencia de la República de entonces, respetuosa de los argumentos de los arquitectos y del parecer del claustro, mediante documento formal la dejó como propiedad de la Universidad Central de Venezuela para que la custodiara, o para que resolviera sobre su destino cuando se presentara una adecuada oportunidad. 

Como también se sabe, el régimen de Maduro tomó desde hace un par de años, o quizá más, la decisión de utilizar recursos económicos para proteger la infraestructura de la Ciudad Universitaria, cada vez más deteriorada por la falta de presupuesto. El equipo rectoral no tuvo entonces la perspicacia de imaginar que recibía invasores en lugar de colaboradores, o exhibió una falta de voluntad difícil de justificar. Pese a que la institución tenía y tiene en su seno expertos de sobra para el cometido, fue más lo que dejó pasar sin hacer mayor cosa que lo que debió llevar a cabo para mantener un modesto control de la situación. De allí no solo las incursiones ministeriales en el área, sin tomarse la molestia de informar a los expertos universitarios, es decir, a planificadores y constructores de alta calificación; sino también visitas nocturnas de Nicolás Maduro sin avisar de antemano a la rectora, o a sus compañeros de equipo. De allí la construcción de un pedestal en la llamada Tierra de Nadie, para satisfacer la vanidad de unos mandoncitos. De allí otros pormenores de prepotencia y sumisión capaces de escandalizar al más gélido de los observadores.

Los hechos, estimados lectores, son evidencias del arrase de una república. Un régimen que, después de descuidar en forma olímpica su obligación de velar por unas áreas de trascendencia en sentido histórico y estético, resuelve, cuando le da la gana, ocuparse del asunto, desprecia un primordial objeto de atención hacia lo que habitualmente llamamos convivencia civilizada. Ese asunto depende de unas normas establecidas en Venezuela desde el siglo XIX -administración regular, decisiones internas de la comunidad, deliberación académica, consulta del claustro, distancia frente a los caprichos del Ejecutivo…- que solo se han desconocido a través de procedimientos violentos, pero que ahora se trasgreden mediante la utilización de mañas y triquiñuelas. En la medida en que adelanta con éxito los primeros pasos de la intromisión, el régimen la profundiza hasta escandalosas extralimitaciones, es decir, hasta hacer lo que le parezca con unos bienes y con unas personas cuyo desenvolvimiento dependía de unas regulaciones usualmente respetadas y de una rutina que solo se interfería en horas de convulsión. Se puede hablar aquí de un ataque de la barbarie contra la civilización, desde luego, pero, sin duda, de un triunfo de la antirepública contra esenciales creaciones de la evolución venezolana, primordiales desde la creación del Estado nacional.

Para sustraer la estatua de María Lionza de su depósito en la Ciudad Universitaria, unos funcionarios falsificaron un informe de la Facultad de Ingeniería que justificaba el despropósito, y después los voceros del régimen anunciaron que se la llevaban para protegerla de un deterioro material que no existía, de una desidia sobre cuya existencia no existe testimonio concreto. Hablamos de una pieza de gran tamaño que solo se puede mover con la ayuda de grúas. Nos referimos a la necesidad de contar con un medio de transporte capaz de soportar gran peso con las seguridades del caso. Pero, en especial, llamamos la atención sobre un escamoteo con fines políticos que solo pudo llevarse a cabo a través de arbitrios chuecos. El hecho de que una “Federación de Espiritistas” no solo aplauda el escamoteo, sino que también lo celebre, da cuenta de la magnitud de la  monstruosidad llevada a cabo contra una forma de vivir que se ha empeñado en transitar los senderos del raciocinio. Ese empeño de raciocinio va ahora por el camino de Sorte.

Como van también, en vergonzoso periplo, las nociones y las esencias nacionales cada vez más maltrechas, cada vez más ofendidas por los que se han proclamado como sus dueños y señores, cada vez más juguetes del capricho de sus antípodas. Pero, por desdicha, la obra de destrucción cuenta con apoyos como el de las autoridades de la Universidad Central de Venezuela, cuya dejación ante el caso de la estatua, y ante otros  de los que puedo escribir en próxima ocasión, las convierte en cómplices de un delito de lesa república.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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